Desde hace ya varios años el paradigma de la resiliencia ha irrumpido en el ámbito personal y profesional como una nueva manera de formar personalidades y de afrontar las vicisitudes de la vida.
La palabra resiliencia proviene del ámbito de la física y la mecánica y sirve para describir la capacidad que tienen los materiales, que sometidos a mucha presión no se rompen y vuelven a su forma original tras un fuerte choque. Trasladado al ámbito psicológico es la capacidad que tienen los seres humanos para ser ellos mismos tras haber sufrido un trauma o una situación dura. Aguantar los embistes de la vida no sería sino ser una persona resistente, en cambio, ser una persona resiliente implica haber aprendido algo de esta situación, lo que le da a este modelo de trabajo un punto de “sanación”.
Este paradigma comenzó a gestarse tras los estudios longitudinales de Emmy Werner realizados con una muestra de 660 niños y niñas nacidos en la isla Kauai y estudiándolos desde edades muy tempranas hasta su mayoría de edad. A través de este estudio longitudinal, se contrastó que muchos de ellos, en su edad adulta no habían desarrollado ninguna adicción, ni ningún problema psicológico a pesar de haber sufrido hechos traumáticos en su infancia. Este es, por tanto, el punto de partida en el estudio de la personalidad resiliente y de cómo puede desarrollarse. Sus estudios aseguran que todas las personas resilientes tenían por lo menos a su alrededor una persona ( familiar o no) que les había aceptado de forma incondicional: les quería tal y cómo eran.
En el caso de los educadores y educadoras nos convertimos en lo que se viene a llamar “tutores de resililiencia”, término acuñado por Cyrulnik, o ejercemos una parentalidad positiva en palabras de Barudy, definiéndonos como las personas que acompañamos de manera incondicional, convirtiéndonos en un “sostén”, proporcionando confianza y independencia, ofreciendo estímulos y gratificando afectivamente sus logros, potenciando la confianza y la empatía y desarrollando en el niño o la niña la capacidad para asimilar nuevas experiencias y ayuda a resolver problemas.
Esta labor de parentalidad social positiva es importante desarrollarla proporcionando a los niños y niñas una disponibilidad múltiple, ofreciéndoles una diversidad de espacios afectivos, íntimos, lúdicos y de aprendizaje, brindándoles una continuidad a largo plazo que asegure sus cuidados y su protección, actuando como adultos responsables, siempre visibles y presentes, mostrándoles alegría y satisfacción por sus cambios y aprendizajes.
También es fundamental e imprescindible apoyarnos en la comunidad de referencia: los niños y las niñas tejen su red, primero con sus cuidadores que les transmiten su experiencia y les protegen de los peligros y posteriormente con la sociedad.
Es importante la presencia de un tejido vivo y cohesionado: un contexto social que les reconozca les permita expresarse. Un buen ejemplo de este contexto social, es el que define Barudy cuando dice que tenemos que alejarnos del “adultismo” y dejar de utilizar el lenguaje como única herramienta de expresión: tenemos que utilizar otras técnicas, como las proyectivas en las que a través del dibujo o del juego podamos acercarnos a las vivencia traumática del niño o la niña para ayudarles a dar salida a eso que les provoca dolor.
El barrio, la calle, la escuela, el parque son lugares idóneos para que los niños y las niñas aprendan, vivan y sueñen.
María Fuertes Escribano Cortés
Educadora social en el Centro de Menores Protegidos El Valle
Cofundadora de la Escuela de Ocio y Tiempo Libre Zahorí